Remordimiento, cuento de Julián David Correa Puerta
Remordimiento
Julián David Correa Puerta*
Aquella
mañana soleada que no quisiera más recordar, tomé un sucio costal de fibra que
decía “Solla”. Sin que Niño se
resistiera siquiera un poco lo metí adentro con el beneplácito de mis hermanas.
Tal vez asumió que aquello se trataba de uno de esos juegos al que lo tenía
acostumbrado.
Después
de hacerle unos agujeros al costal para que no se asfixiara, me subí con él y
en compañía de un primo por la puerta trasera de un bus Floresta Estadio, ruta
240 con destino a la Plaza Minorista. Una vez allí nuestra intención era
ofrecerlo a quien lo quisiera recibir, con el único fin de deshacernos de la
mascota.
Durante
el viaje hacia la plaza de mercado y sentado en la última banca del bus con el
costal a mis pies, sólo pensaba en los buenos momentos que habíamos vivido juntos
mi perro y yo aquella época de mi vida; y es que él era mi único amigo
verdadero que tenía.
Recordé
que, contrario a los otros niños con que solía jugar, Niño era un ser fiel,
noble, cariñoso y tan honrado que nunca osó birlar a mamá las carnes del
almuerzo cuando eran dejadas solas sobre la mesa. Si se me permite la
comparación, incluso era más buena gente que muchos humanos, aunque fuera un
simple y mortal perro; una rara mezcla entre criollo y Cocker Spaniel, con el
que solía andar de arriba para abajo y de abajo para arriba por barrios como
San Javier o Santa Lucía; que caminaba medio de lado, como un caballo de paso
fino, a casusa de un atropello ocurrido hacía unos años.
Mientras
miraba por la ventanilla del bus aquellas mismas calles de las comunas 12 y 13
por donde vagaba en su compañía, se me venía a la memoria el deseo de que Niño tuviera la fiereza que yo mismo no tenía.
En el fondo quería que él pudiera aquello que yo no era capaz: hacerme
respetar, inspirar temor en los otros niños para que me dejaran vivir una
infancia feliz y tranquila en medio de juegos inocentes, recordé que antes de
ese día lo único que me hubiera gustado cambiar en él era lo que precisamente
lo hacía especial: su espíritu pasivo.
Traje
a mi memoria lo miedoso que era a veces; cómo se asustaba hasta orinarse en los
muebles de la sala con el sonido de la pólvora decembrina, la manera en que le
escondía la cola hasta a los gatos de la vecina y cuando se metía tembloroso debajo
de las camas o en los cajones de la cocina porque le asustaba el sonido de los
truenos o los gritos de la cuadra entera cantando los goles del Palomo Usurriaga
contra El Danubio en aquella semifinal de la Copa Libertadores de 1989.
A
pesar de que ese viejo y callado perro era mi único amigo y de que no se dejaba
siquiera sentir en casa, debo decir que no era del completo agrado de mis
hermanas mayores. Por eso, con el nacimiento de mi sobrino llegó la excusa
perfecta para que nos despidiéramos del can. En aquellos días “en la casa no
había espacio para un recién nacido y un perro lleno de pulgas o quien sabe qué
otras enfermedades”, decían. Por eso tenía que marcharse.
Casi
un año luché con obstinación para que bebé
y cuadrúpedo pudieran convivir bajo un mismo techo, sin saber que mi
resistencia tenía un límite. Llegó el día en que las ráfagas de cantaleta, el
chantaje y la manipulación hicieron por fin mella en mi voluntad, en que ya no
tuve el carácter suficiente para impedir que me fuera impuesto lo que tanto
quise evitar; la decisión de despedir a mi amigo ¿y quién mejor que yo mismo
para el trabajo sucio?, al fin y al cabo, los mandados los hacía siempre el hermano
menor.
Una
vez llegamos a nuestro destino lo ofrecimos a la primera persona que nos
preguntó por él. No tuve siquiera la opción de escoger a su siguiente amo; hoy
no estoy en capacidad de recordar si era un reciclador, un habitante de calle o
alguien que simplemente lo quería revender y hacerse a unos pesos con el viejo Niño;
no sabría decir si era al menos una buena persona. Luego de entregarlo partimos
de ese lugar a la espera del bus que nos llevaría de vuelta a casa.
Lo
último que recuerdo de Niño fue haberlo visto con una cabuya amarrada a su
cuello hasta casi asfixiarlo, ladrándome con desesperada insistencia, como
suplicando con sus ojos cafés, grandes, diáfanos y de mirada noble que no lo
abandonara; que lo llevara a donde fuera, pero en mi compañía; como excusándose
por ser tan pulgoso; como implorando perdón, aunque no hubiera hecho nada malo;
como recordándome que a él no le gustaban las correas ni los collares, ni nada
que implicara perder su libertad. Recuerdo que en ese momento le di la espalda
al único amigo que tenía o que tal vez he tenido en mi vida y una vez más me
subí por la puerta trasera a un bus Floresta Estadio 240 para no volverlo a ver
jamás.
+++++++++++
Julián David Correa Puerta, nacido en Jardín, Antioquia. Abogado de profesión egresado de la UdeA. Participante en el taller de creación literaria de la UdeA y en el taller de ASMEDAS
Cuento originalmente publicado en la Antología del taller de creación literaria de la UdeA en 2024
Comentarios
Publicar un comentario