“ROSA NARANJA” cuento de Gloria García T
“ROSA NARANJA”
A
doña Rosa la conocí siendo yo una niña.
Salía de la escuela a las cuatro de la tarde, cansada y hambrienta, y
siempre me la encontraba allí, cerquitica de la puerta principal. Sus ojos se iluminaban al verme; subía las
cejas y me regalaba una sonrisa festiva.
Gracias
a las monedas que yo separaba en el recreo y a su perseverancia con las ventas,
yo alegraba mis tardes saboreando las finas tiras que ella preparaba: mango
verde con salecita, mango anaranjado y madurito en otras ocasiones.
La
veía hermosa con su maquillaje: Un rosa pálido difuminado en sus mejillas, un
rojo carmín posado en sus labios y ese negro azabache entre sus cabellos y
pestañas.
−
¿Y es que para
vender mangos hay que mantenerse tan bonita?, me preguntaba para mis adentros.
Los
años habrían de pasar y el tiempo no tardaría en responderme…
Siendo
doña Rosa y yo muy buenas amigas, ella empezó a contarme de sus tristezas.
En
cierta ocasión comenzó a mirarme con ternura.
Yo no comprendía. Hasta que de
repente sus ojos encharcados la obligaron a mover los labios. Se acercó para mirarme de frente y me dijo:
−
Bueno, Cristina:
usted ya es una jovencita, un botón de rosa que pronto florecerá. Yo la aprecio mucho y hasta bueno es que
conozca más de la vida. Escuche pues con
atención porque solo a usted le quiero contar estas cosas.
Ella
se devolvió en la historia de su vida y escogió un capítulo para hablarme,
relacionado con su estadía en el pueblo en que nació, antes de venirse para la
ciudad:
“Vea
Cristina, yo me casé con un señor don Francisco cuando cumplí los veintidós
años. En ese entonces, él tenía
cuarenta. Mi madre me dijo muchas veces
que no lo hiciera, que yo estaba muy jovencita y que era mejor que esperara
unos añitos más, pero yo nunca le hice caso:
−
A ver, mijita. ¿Cuál es el afán que tiene para casarse? Eso del matrimonio es para el resto de la
vida. Si ese señor la quiere a usted de
verdad – verdad, va a ser capaz de esperarse un tiempo…
Pero
una cosa era lo que decía mi madre y otra bien distinta lo que determinaba mi
abuela:
−
Oiga, Rosita:
Usted ya tiene edad para casarse y maluco sería que la fuera dejando el
tren. Nosotras las mujeres estamos
hechas para conformar un hogar, para tener hijos y criarlos y para obedecerle
al marido. ¡Tenemos que conservar la familia!
Y
yo le escuchaba esa misma cantaleta a mi abuela casi todos los días. Así fue que yo terminé obedeciendo lo que
ella decía, pues al fin y al cabo supe que había convivido con mi abuelo por
más de cuarenta años aunque “las cosas no fueran perfectas, ni el matrimonio un
lecho de rosas”, como ella misma lo decía.
Entonces
se llegó el día en que el párroco de mi pueblo me desposó con don Francisco,
hombre viudo y hacendado.
Yo
me convertí en una de las señoras más respetadas de la región; pero eso para
qué, si no me podía mover de la casa.
Como a Francisco no le gustaba que la servidumbre entrara a nuestra
habitación, yo era quien le recogía del piso los calzoncillos y las medias a la
hora de irnos a dormir. Su mamá lo había
criado enseñándole que las esposas deben responder por la casa y por los hijos
y tener al esposo contento.
Entonces
este hombre empezó a hacer de las suyas conmigo: Me gritaba cuando yo no me
apuraba a hacer lo que él decía y no le gustaba que me maquillaran o me
peinaran el cabello; era como si yo solo existiera para satisfacer sus
caprichos”.
−
Doña Rosa, que el
profesor de español le manda a decir que le envíe cinco vasos con mango maduro
que el viernes se los paga, le gritó don Manuel, el portero de la escuela.
−
Sí, don
Manuel. Dígale al profesor que ya se los
llevo, contestó ella alegremente.
−
Venga yo le ayudo,
doña Rosa. Le dije yo, al verla tan
ocupada.
−
Hágale, mija. Yo la espero para que sigamos con la
historia.
Yo
entré a la escuela y llevé el pedido a la sala de profesores.
−
Listo, señora. ¡Ya volví!
Es que a los profesores les tocó hoy trabajar horas extras.
−
Ah, bueno. Muchas gracias, Cristina. ¿Y qué le dijo el profesor de español?
−
Nada, doña
Rosa. Que sus mangos son muy ricos, solo
eso.
−
Bueno, está muy
bien. Entonces vuelva y acomódese que
voy a terminar de contarle…
Ella
volvió a convivir con sus recuerdos y yo observé que su mirada se ponía triste
de nuevo.
Entonces
le pregunté:
−
Doña Rosa, ¿qué
pasó con su familia?... ¿Su mamá y su abuela sabían todo eso que me contó
ahorita?
−
Sí, Cristina. Ellas vinieron a saberlo como tres años
después, cuando yo ya me sentía muy mal, muy despreciada. Cuando yo vi que necesitaba ayuda.
−
¿Y ellas sí le
ayudaron?, volví a preguntar.
−
Pues… más o menos,
diría yo.
−
¿Cómo así? ¿Por qué?
No le entiendo lo que me quiere decir.
−
Pues… A ver, ¿cómo
le explico? Ellas se dieron cuenta que
realmente Francisco me estaba tratando mal y aunque ellas también fueron
criadas con esa creencia de que el hombre solo es el que manda en la casa y que
siempre hay que hacer lo que él diga sin chistar, ellas me vieron a veces con
moretones en la cara y otras veces muy nerviosa, hasta con depresión me
vieron. Entonces cuando comprendieron
que mi vida estaba en peligro ya sí corrieron a ayudarme… Tuvieron que verme
como una flor marchita y deshojada para entender lo que sucedía.
−
¡Uy, doña Rosa! ¿Y
con sus hijos qué pasó?
−
No Cristina, nada
pasó. Yo no pude tener hijos y eso fue
otro motivo para que Francisco me tuviera rabia. Como yo era muy atenta con él y siempre le
mantenía todo en orden, seguimos siendo esposos. Él se las arreglaba por ahí, con mujeres de
la calle, cuando necesitaba…
−
Vea, doña
Rosa. Ahí ya salieron los profesores.
Ella
se quedó callada y se alistó para atenderlos:
−
Deme estos dos
vasos, por favor.
−
Cogí este, doña
Rosa. Me lo suma en la cuenta del
viernes…
−
¿Todavía tiene
mango biche?
−
No,
profesora. Pero espérese un momentico
que ya se lo preparo…
Y
en cuestión de cinco minutos ella ya había vendido todos los mangos. Los profesores se despidieron, agradecidos.
−
Bueno,
Cristina. Ya terminé mi jornada por
hoy. ¿Quiere que le acabe de relatar la
historia?
−
Claro, doña
Rosa. Termine que yo la escucho…
−
Vea pues,
jovencita. Para resumirle el final, le
cuento que acepté la invitación de un comité de señoras del pueblo y me
capacité en manualidades. Allí también
nos hablaron de la autonomía y del amor propio.
Entonces yo solita me fui dando cuenta que tenía que decidir si seguía
con la vida que estaba llevando o si la cambiaba.
−
¿Y le dio mucho
miedo?, le pregunté.
−
Claro, mijita. ¿Cómo me pregunta eso? Da mucho temor enfrentar la vida, sobre todo
cuando se están viviendo cosas que nos hacen sufrir… Pero, ¿sabe qué? Desde que lo hice mi vida es otra. Me fui a vivir sola, seguí estudiando y
comencé a trabajar por cuenta mía, en varias actividades.
Doña
Rosa secó el mesón del carrito, terminó de guardar los materiales y cerró con
candado.
Yo
me quedé mirándola; no sabía qué decirle.
Pero ella alzó la mirada, sus ojos se iluminaron y me regaló de nuevo aquella
sonrisa festiva.
Entonces,
sin pensarlo, le hice otra pregunta:
−
Y usted, ¿por qué me contó a mí todo esto?
Ella
guardó silencio por unos segundos y luego me dijo:
−
No lo sé,
Cristina. Tal vez porque usted ya se
está volviendo toda una mujercita y yo no quiero que usted o alguna otra mujer viva una historia como la que yo viví, ¡es
que eso no era vida! Nosotras somos como
las flores: guardamos ternura y aroma…
¡Nos merecemos lo mejor!
Yo
le ayudé a empujar el carrito hasta la esquina y luego cruzamos la calle hasta
llegar a la puerta de su casa. Entonces
comprendí la fiesta en su sonrisa y el gusto con que se maquillaba…
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