MAMALENA cuento de Judith López

 Compañeros

Adjunto el cuento que obtuvo el segundo premio en el concurso nacional de Transempaques, el primer lugar lo obtuvo Harold Kramer. (Año 1988, en ese entonces se llamaba Concurso nacional de cuento Jorge Zalamea).
Época feliz en la que imaginaba suicidarme por un hombre, no por cualquiera, por un precioso especimen. Díganme si no...

JUDITH LÓPEZ

 

MAMALENA

 

Por: Judith López

 

 

 

Esa mañana, como tantas otras desde la adolescencia, Malena, al despertar, pensó en todo el tiempo que le faltaba para volver a acostarse. Se descobijó hasta la cintura, estiró un brazo, y volvió a cerrar los ojos.

No quería seguir viendo a Juan, que le había propuesto matrimonio; no entendía por qué Luis la había cambiado por una marihuanera; nunca amó a Antonio que tanto la quiso, y cuando se creyó embarazada de Oscar, le propuso matrimonio a Sergio, para resultar a la postre con el marido y sin el bebé. Reversó ese casamiento. Ahora acababa de cancelar con Felipe, tras oírle prometer durante diez meses que al día siguiente, sí abandonaría a su incomprensiva mujer.

Filó en su mente todos los hombres con los que se había mezclado, los organizó de a cuatro en fondo, les puso una antorcha en la mano, y le que la procesión de “El Prendimiento”...¿pero qué se había sacado? Si ahora se metiera una bala por

la sien, el entierro resultaría de una soledad aterradora, a no ser que asistieran los de la procesión.

Había luchado tanto por formar una familia y seguía sola, le dolía la soledad, pero si en este instante alguien la llamara, le tiraría el teléfono. ¿Y si se tomara todo el frasco de Nembutal?... ¿Y si después se fuera manejando muy rápido por la autopista, detrás de un camión?... ¿Y si pareciera un accidente?... ¿Y si la encontraran con las entrañas destripadas y los ojos abiertos?

La arcada la expulsó de su somnolencia y la dejó sentada al borde de la cama. Apoyó los codos sobre las rodillas y metió la cara entre las manos.

“¡Qué semana tan larga!”, musitó.

Le resultaban lentas las semanas, cuando no embolataba siquiera dos días en Jaibirico, a donde se trasladaba el segundo y el cuarto miércoles de cada mes.

Recordó que era sábado y volvió a recostarse intentando dormir, pero una fuerza  aplastante en el pecho, le impidió conciliar el sueño. Prendió el radio y abrió el periódico. El estribillo de “Caminemos”, escuchado al azar cambiando de emisora, al igual que una propaganda de leche en polvo con bebita rubia y mamá feliz, le produjeron los efectos de un torniquete al cuello: sintió un dolor enconado en la garganta..., se le escaparon las lágrimas.

Tiró sus cosas y se fue.

Por causas desconocidas para Malena y atribuidas a los ciclos lunares por algunos teóricos, así, de pronto, al final de la tarde, se sintió contenta. Estrenó sandalias blancas y jeans ajustados, inven el chiste de la guanábana y el del tamarindo y arrancó para el grill Pakistán a cantar con el indio Rubén.

Esa noche, tras cuatro pases de tanteo, Carlos Emiliano se acercó gagueando. Era un mestizo euroandino de gran osamenta, cabello y piel asoleados y boca esponjosa. Malena, sin respirar, observó la faena a través del espejo que decoraba la pared. Sintió que todos los cables pelados que se enmarañaban en su pecho habían hecho contacto; las vísceras se le apretujaron; el corazón le dio una vuelta de campana.

Carlos Emiliano habló con voz discontinua de dos tíos vecinos de Girardota, de las ferias de Sevilla y de Jerez y del gallo “Giro” que sacaría a “Canaguay” el siguiente miércoles, noche oficial para cazar las peleas.

–Allá quiero llevarte –le dijo.

Y allá la llevó.

Canaguay, con su redondelito de muro rojo donde se anotaban con tiza las apuestas, con su gradería de madera sin pulir, y desprovista de muros, era la gallera fuerte de Jaibirico, pueblo ubicado por la salida hacia el Caribe, en cuyos alrededores se extendía “Mala Noche”, la finca ganadera que Carlos Emiliano había heredado de su madre y en la que permanecía escondido de domingo a bado.

Con su cabello platinado y sus 1.70 de estatura, en una gallera plena de zambos, Malena parecía una sueca transplantada desde la carátula del último número de Vogue. “O tal vez es la hermana mayor de don Carlos”, se decía el preparador.

Carlos Emiliano le compró chicles, “pero de los grandes, por favor”; le acariciaba la mano al pasarle cada pastilla; y cargó aguardiente para ella toda la noche. La obligó a repetir más de tres veces el cuento del tamarindo, del que Malena iba mejorando la versión, estimulada por la auténtica sonrisa que irrumpía en el rostro de su mestizo.

Se prometieron volver. Lo hicieron durante los cuatro meses restantes del año.

Carlos Emiliano se embelesaba con los gallos muertos de patas juntas y estiradas que terminaban olvidados detrás de las graderías; en cambio a Malena, le seducía ver el gallo saltar y clavar ambas espuelas en el cuello de su enemigo. A estas noches de euforia, alrededor de ritos de muerte, seguía una mañana de visita a “Mala Noche”.

Carlos Emiliano se hacía el grande, enlazando novillos de un lance de soga, saltando cercas sin usar garrocha y dando órdenes de limpiar el potrero de las ceibas. Más de una vez quedó media camisa en la estaca del alambrado como una bandera escurrida y en hilachas, levantada por un brazo herido al final de una batalla.

Antes de regresar, sentados en la hamaca, bebían limonada de panela y naranja agria. En el trayecto de retorno discutían de toros de lidia, corridas y toreros; y de las cacerías de conejo con algunas variaciones a faisán, cuando el cuento se trasladaba de Girardota a Jerez.

En estas dieciocho horas de acercamiento, sólo se suprimían distancias en la entrega de las pastillas de chicles; a Malena se le generaba un espasmo cinco centímetros abajo del ombligo, que persistía por otras dieciocho horas... ese hombre debía tener abrazo de camionero, entrepiernado de futbolista y corazón de poeta.

Cuando quedaba sola, le descendía el espasmo, pero no de intensidad sino de sitio, obligándola a doblarse y a renegar de su condición femenina que no le permitía atreverse a cogerlo y reventarlo en la hamaca.

No supo de Carlos Emiliano en los diez días siguientes a su primera visita a Canaguay, y después de la segunda, se le perdió durante once días. Malena reconstruía en su mente las noches de gallera, repasando todos los detalles para convencerse de que los síntomas de amor percibidos por ella habían sido ciertos, y no fruto de su imaginación. “¿Pero por qué no habrá llamado? ¿Un saludito a preguntar por mí? ¿Tal vez no le hago falta, o no me recuerda, o sólo quería llevarme a Canaguay, para cumplir algún plan estratégico montado a otra aficionada? ¿O no soy capaz de alentar el deseo en él? ¿O fue que no le di mi número de teléfono? Pero si quisiera lo conseguiría, ¿O no?”. Su monólogo interior se convertía en una mesa redonda. La rebosaba otra vez el desgano por la vida.

Después de llevar a Malena a su residencia en Jaibirico, Carlos Emiliano marcaba terneros, contaba novillos y preñaba vacas. “Porque así me olvido de todo”.

Algunos domingos, participaba en tienta de vaquillas, afición que heredó de su madre, quien para complacerse a misma y al abuelo, había aprendido el toreo en Jerez con Pepe Luis Bienvenida, el torero que la sedujo, para luego casarse con una cantante francesa prefabricada, deseada por doce y medio millones de zutanos efervescentes. Cualquier paisana se hubiera engreído de ser objeto amoroso del torero y rival de una dama de farándula, pero la mamá de Carlos Emiliano se sintió sumergida en el más ofensivo anonimato, al quedar relegada a los coros como consecuencia del Siii Miii de la francesita.

 

Recostado en la hamaca, Carlos Emiliano casi todas las noches miraba revistas sobre el cuidado de los animales. Como para llevarlos sanos y salvos a protagonizar su final: riña, corrida o cacería. Le gustaban las ediciones que tenían muchas fotografías y pocos letreros. “Si son de más de un rrafo, no me puedo concentrar”. Y aún así, en cierta ocasión mientras cambiaba de página, se le alcanzó a volar la imaginación y vio a su mamá con las sandalias de Malena y a ésta diciéndole: “Tómese la sopa, mijo, que es de mucho alimento; no me haga sufrir”. Ofuscado con este suflé de señoras, saltó dos o tres hojas y retomó el hilo de las fotografías, pero en una propaganda de galápagos anatómicos, volvió a traicionarlo su mente y vio a la rubia jinete de la promoción con la cara de Malena, y al señor que señalaba las blandas propiedades del avío con el índice enhiesto y sonrisa de crema dental, idéntico al hombre con quien había visto a su mamá atravesando la calle una tarde de mayo, desde la ventanilla del bus del colegio en segundo de primaria.

Oliva al recibirlo, le había dicho:

–Mamita está en el costurero y hoy llegará tarde.

El había llorado y pataleado hasta quedarse dormido. Al día siguiente, a la hora del desayuno, ya mamá estaba sentada a la mesa, con un pañuelo amarrado como balaca de tenista, sujetando cuatro rodajas de limón que creía efectivas contra el dolor de cabeza; tomaba café retinto y no se le podía hablar porque se mareaba. Alcanzó a agitar la mano para despedirlo cuando pitó el bus en la esquina. Esa tarde, de regreso del colegio, no quiso mirar de lleno el lugar donde los había cruzado el día anterior. Se tapó los ojos con una mano y miró por el vértice: allá estaban poéticos y felices. Y estos avatares justo cuando papá estaba comprando reses en Montería. Se ahogaba con esa imagen y no tenía ganas de decírselo a Oliva, advertido como estaba por mamá: “Qué vicio tan feo andar contándole todo a las sirvientas”.

Al llegar había hecho las tareas con Oliva y no había llorado. Fueron las primeras lágrimas represadas, que en “Mala Noche” empujaron la compuerta y rodaron volviendo transparente la propaganda de galápagos.

La semana siguiente, “Giro” estaría recupe rado de las puñaladas de la última riña y listo para casar la próxima. Quería volver con Malena... ¿pero cuánto hacía que no la llamaba? ¿qué habría de ella? Se acercó el lunes a la oficina a calibrar el ambiente; tomó suficiente aire para decir: “Hola, ¿qué tal?”; la encontró más delgada y triste, pero cálida y acogedora. Es que Malena se alegraba de verlo, pero le dolía que pudiera pasar tantos días sin ella.

 

Ella, que había cronometrado horas y minutos

El viernes anterior, al despertar, había pensado que iban ya quince días sin noticia alguna de su bello mestizo. La idea del carro bajo el camión había vuelto a rastrillarle y se había visto de nuevo en media autopista, como albóndiga de mirada fija, con espiral de gallinazos bajando enlutados a desayunar. De un solo bote había quedado levantada. Ya con la cabeza arriba, su nueva perspectiva le había permitido llegar a la ducha, echarse jabón desodorante y meditar mientras hacía espuma: le gustaba el fin de Emma Bovary o el de Ana Karenina, “Nada se ha escrito de las que salen de esta vida, solas, por causa natural, y con los sobrinos haciendo vaca para pagar un entierro de segunda; y menos de las abatidas en un asesinato colectivo, no en un McDonalds de mano de un neurótico anónimo del Vietnam, sino en un Kikirifrito de manos de un carterista popular de Barrio Triste que quiere hacer una rápida recogida de billeteras”. Se había enjuagado y frotado fuerte con la toalla, para luego dedicar más de una hora a arreglarse con esmero y obtener su consabido aspecto de gringa en safari. Después de tomar café, había salido para la oficina.

A los trancazos, había recorrido la tediosa rutina del día. A la hora de salida, en la portería, se había cruzado con alguno deseoso de tomarse un trago. Se reconocían desde lejos, miembros de una cofradía que tras empujarse el tercero, gritaban que la vida era una mierda.

Había rendido hasta quedarse dormida con otro más de los seducidos por su aparente fragilidad, como siempre, con el que no era, aunque todos se parecían entre sí: versiones efímeras de su padre. A las cinco de la mañana del sábado, el dolor, como una mano áspera que atenazara justo arriba de la nuca, la había obligado a balbucear la receta del brebaje de rescate, que su co-catrero, enviado de un codazo, había preparado sonámbulo, y en vista de la persistente falta de azúcar, endulzado con un poco de mermelada de ochuva, raspada del fondo del frasco con una cuchara sin lavar. Con el brebaje, había tomado dos aspirinas de 500 mgrs. Profunda, huyó veloz de Drácula, que la perseguía vestido con el pijama de su padre, la miraba con la cara de su ex marido y la llamaba con la voz de la hermana San Teófilo, prefecta de disciplina del antiguo colegio La Inmaculada. En su carrera llegó al borde del precipicio, por donde se lanzó ante la inminencia de la captura. Cayó entre los filos de un acantilado infinito. Tras intentar un grito por más de diez mil metros, salió, forzado, un gruñido gutural audible para su vecino de turno, quien la había despertado conmovido.

Con este modo de dormir y despertar, era apenas lógico que Carlos Emiliano la encontrara más delgada, mejor dicho, la encontraba de puro milagro.

Volvieron por tercera vez a “Canaguay”, pero Malena, sabedora ya de la angustia que le produciría el estilo desaparecedor de Carlos Emiliano, observó todos los movimientos y ademanes de él, como si atendiera a la etapa terminal de un moribundo. “Me miró, me trajo chicles, permaneció treinta y cinco minutos a mi lado, se fue a conversar con el preparador porque éste le insistió, y desde allá me cuidaba. Regresó. Puso su mano sobre la mía al darme el aguardiente. Me dijo que nos quedáramos otro rato cuando le propuse que nos fuéramos... No debo olvidarlo”.

Visitaron la gallera una cuarta, una quinta y una sexta noche de miércoles. Y una cuarta, una quinta y una sexta mañana de jueves dieron vuelta a la finca.

Contra todos los pronósticos, una ocasión fue diferente de las otras. Malena dijo:

–Mañana no podré ir a Mala Noche.

 Al oírla, Carlos Emiliano se atragantó con su cerveza, no habló más, y fue a llevarla de inmediato... le dio pañalitis.

De regreso a la finca, ya solo en el jeep, sintió un frío eléctrico que le invadía el aparato digestivo, haciéndole consciente de todas sus partes e intersticios, tal como aparecían en el libro de Fisiología. Aunque no lo recordó con claridad, este mismo frío le había helado el vientre, en un anterior abandono de apariencia voluntaria: al entrar por última vez al cuarto de su mamá. Eran las once de la mañana de un cuatro de noviembre, cuando al llegar a casa, después del examen final de Anatomía, había visto un tumulto en la puerta y había oído desde la esquina los bufidos de Oliva. Aterrado, se había acercado corriendo. Nadie lo observaba, y por eso no hubo quien le impidiera ver el cuerpo de su madre, bocabajo, sobre la cama, con la punta de los dedos de la mano derecha rozando el tapete al lado del revólver. Un hilo de sangre corría imperceptible desde la comisura izquierda y una mancha azulosa de pólvora, le sombreaba la zona del ojo. Ya habían avisado a su padre a Montería. No pudo llorar, y en cambio, vomitó toda la flora intestinal. Lo siguiente fue prosa, y la humanidad entera señalando con dedo enhiesto de propaganda de galápago. De frente gimiendo: ”Qué tragedia absurda, lo lamentamos”; y de espaldas, murmurando: “Con razón, niña, con ese montón de enredos que tenía...”.

“¿Por qué? ¿Por qué? Seguía preguntándose nueve años después, Carlos Emiliano. “...¡Mujeres! ¡Mujeres!...nunca las entiendo, ¿quién las entiende?”. Se quedó encerrado en “Mala Noche trece días consecutivos.

Malena persistía en su fatigante foro interior: que por qué no volvería a hablar después de que le dije que mañana no iría a la finca. Que por qué no terminaría de tomarse la cerveza. Que no podía ser por ella, que ella no le importaba tanto. Que si tendría un enredo con otra vieja. Que por qué la hacía sufrir. Que qué quería de ella; que si volvería. Que... que. A ese tenor, su interés por la vida, burbujeaba el penúltimo glú-glú en la ciénaga de la desesperanza.

Fueron por última vez a “Canaguay”, el segundo miércoles de diciembre. Carlos Emiliano le comunicó acerca de su viaje a España el siguiente siete de enero, del que regresaría a final de septiembre.

–Pasaré a despedirme– le dijo.

Pero no pasó.

La despedida de esa noche fue el adiós. Un primer y último abrazo de destemplado final, logrado por Malena después de innumerables mensajes de rodilla y muslo, cruzados en la estrecha gradería de la gallera. Al llegar a la puerta de su apartamento, había doblado la pierna como para jugar patasola, había cruzado los brazos por detrás y había hecho una prominente “O” con los labios. Carlos Emiliano respondió empujando con los riñones contra el peto como los bravos, pero salió suelto de varas como los mansos.

En los nueve meses de soledad y silencio, Malena buscó la paz de su alma, no en el aroma de mirtos que emana la piel de las pálidas Nereidas, habitantes de la confluencia del arco iris con el mar azul. No. Para no errar el hallazgo, la buscó en el aguardiente con soda del grill Pakistán en la 45A con la 17. Allá creía perder la cuenta de días y noches.

El segundo miércoles de octubre, Carlos Emiliano descargó su maleta, se bañó, llegó hasta la oficina e inquirió:

–¿Y Malena?

–¿No sabe? –le respondieron–. Fue el domingo pasado, el siete. Un accidente horrible en la autopista. El carro quedó bajo un camión de ganado.

Salió aturdido. Con paso atolondrado llegó al baño. Esta vez no vomitó, en cambio, pudo llorar a sus anchas.


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