MAMALENA cuento de Judith López
Compañeros
MAMALENA
Por: Judith López
Esa mañana, como tantas otras desde la adolescencia, Malena, al despertar, pensó en todo el tiempo que le faltaba para volver a acostarse. Se descobijó hasta
la cintura, estiró un
brazo, y
volvió a cerrar los ojos.
No quería seguir viendo a Juan, que le había propuesto matrimonio; no entendía por qué
Luis la
había cambiado por una
marihuanera; nunca amó a Antonio que
tanto la
quiso, y
cuando se
creyó embarazada de
Oscar,
le propuso matrimonio a
Sergio,
para resultar a la
postre con
el marido y sin
el bebé.
Reversó ese casamiento. Ahora acababa de cancelar
con Felipe, tras oírle prometer
durante diez meses
que al día siguiente, sí abandonaría a su incomprensiva mujer.
Filó en su mente todos los hombres
con los que se había mezclado, los
organizó de
a cuatro en fondo, les puso
una antorcha en la
mano, y le quedó la procesión de “El
Prendimiento”...¿pero qué
se había sacado? Si
ahora se
metiera una
bala por
la sien, el entierro resultaría de una soledad aterradora, a no ser que asistieran los de la procesión.
Había luchado tanto por formar una familia y seguía sola,
le dolía
la soledad, pero si
en este
instante alguien la
llamara, le
tiraría el
teléfono. ¿Y
si se
tomara todo
el frasco de Nembutal?... ¿Y si después se fuera manejando muy rápido por la autopista, detrás
de un camión?... ¿Y si pareciera un accidente?... ¿Y si
la encontraran con las
entrañas destripadas y los
ojos abiertos?
La arcada la expulsó de su somnolencia y la dejó sentada
al borde de la cama. Apoyó los codos sobre las rodillas y metió la cara entre las manos.
“¡Qué semana tan larga!”, musitó.
Le resultaban lentas las semanas, cuando no embolataba siquiera dos días
en Jaibirico, a donde
se trasladaba el segundo y el cuarto
miércoles de cada
mes.
Recordó que era sábado y volvió a
recostarse intentando dormir, pero una fuerza aplastante en el pecho, le impidió conciliar el sueño. Prendió el radio y abrió el periódico. El estribillo de “Caminemos”, escuchado
al azar cambiando de emisora, al igual que una
propaganda de
leche en
polvo con
bebita rubia
y mamá
feliz, le
produjeron los
efectos de
un torniquete al cuello: sintió un
dolor enconado en
la garganta..., se le
escaparon las
lágrimas.
Tiró sus cosas y se fue.
Por causas desconocidas para Malena y atribuidas a los ciclos lunares por algunos teóricos, así, de pronto,
al final de la tarde, se sintió contenta. Estrenó sandalias blancas y jeans
ajustados, inventó el chiste de la guanábana
y el del tamarindo y
arrancó para
el grill Pakistán a cantar con el
indio Rubén.
Esa noche, tras cuatro pases de tanteo, Carlos Emiliano se acercó gagueando. Era un mestizo euroandino de gran osamenta, cabello y piel
asoleados y boca esponjosa. Malena, sin respirar, observó la faena a través del espejo que decoraba la
pared. Sintió que todos los cables pelados
que se enmarañaban en
su pecho
habían hecho
contacto; las vísceras se le
apretujaron; el
corazón le
dio una
vuelta de
campana.
Carlos Emiliano habló con voz discontinua de dos tíos vecinos
de Girardota, de las ferias de Sevilla y de
Jerez y del gallo “Giro” que sacaría a “Canaguay” el
siguiente miércoles, noche oficial para cazar
las peleas.
–Allá quiero llevarte –le dijo.
Y allá la llevó.
Canaguay, con su redondelito de muro rojo donde se anotaban con tiza las apuestas, con su gradería de madera sin pulir, y desprovista de muros, era
la gallera fuerte de
Jaibirico, pueblo ubicado por la salida hacia el Caribe,
en cuyos alrededores se extendía
“Mala Noche”, la finca ganadera que
Carlos
Emiliano había heredado
de su madre y en la
que permanecía escondido de
domingo a sábado.
Con su cabello platinado y sus 1.70 de estatura, en una gallera
plena de zambos,
Malena parecía una sueca transplantada desde la carátula del último número de
Vogue. “O tal
vez es
la hermana mayor de don Carlos”,
se decía el preparador.
Carlos Emiliano le compró chicles, “pero de los grandes,
por favor”; le acariciaba la mano al
pasarle cada
pastilla; y
cargó aguardiente para ella
toda la noche.
La obligó a repetir más de tres veces el cuento del tamarindo, del que Malena iba mejorando la versión, estimulada por
la auténtica sonrisa que
irrumpía en
el rostro de su
mestizo.
Se prometieron volver. Lo hicieron durante los cuatro meses restantes del año.
Carlos Emiliano se embelesaba con los gallos muertos
de patas juntas y estiradas que terminaban olvidados detrás de las graderías; en cambio
a Malena, le seducía ver el gallo saltar y clavar ambas espuelas en el cuello de su enemigo. A estas noches de euforia, alrededor de ritos de muerte, seguía una mañana de visita a “Mala Noche”.
Carlos Emiliano se hacía el grande, enlazando novillos de un lance de soga, saltando
cercas sin usar garrocha y dando órdenes
de limpiar el potrero de las ceibas.
Más de una vez quedó media camisa en la estaca del alambrado
como una bandera escurrida y en
hilachas, levantada por un
brazo herido al final de una
batalla.
Antes de regresar, sentados
en la hamaca, bebían limonada
de panela y naranja agria.
En el trayecto de
retorno discutían de toros de lidia, corridas y toreros;
y de las cacerías de conejo con
algunas variaciones a faisán, cuando el cuento se trasladaba de Girardota a Jerez.
En estas dieciocho
horas de acercamiento, sólo se suprimían distancias en la entrega
de las pastillas de
chicles; a
Malena se
le generaba un espasmo cinco
centímetros abajo del ombligo, que
persistía por otras dieciocho horas...
ese hombre debía tener
abrazo de
camionero, entrepiernado de futbolista y corazón de poeta.
Cuando quedaba sola, le descendía el espasmo, pero no de intensidad sino de sitio, obligándola a doblarse y a renegar de su condición femenina que no
le permitía atreverse a
cogerlo y
reventarlo en
la hamaca.
No supo de Carlos Emiliano en los diez días siguientes a su primera
visita a Canaguay, y después
de la segunda, se le perdió durante once días. Malena reconstruía en
su mente
las noches de gallera, repasando todos los detalles
para convencerse de que los síntomas de amor percibidos por ella
habían sido
ciertos, y no fruto de
su imaginación. “¿Pero por qué no habrá llamado? ¿Un
saludito a preguntar por mí? ¿Tal vez no le hago falta, o no me recuerda, o sólo quería
llevarme a Canaguay, para
cumplir algún plan estratégico montado a otra
aficionada? ¿O
no soy
capaz de
alentar el deseo en él? ¿O fue que no le di mi número de teléfono? Pero si
quisiera lo
conseguiría, ¿O
no?”. Su
monólogo interior se convertía en una
mesa redonda. La rebosaba otra vez
el desgano por la
vida.
Después de llevar
a Malena a su residencia en Jaibirico, Carlos Emiliano marcaba
terneros, contaba novillos y preñaba vacas. “Porque así me
olvido de
todo”.
Algunos domingos, participaba en tienta de vaquillas, afición
que heredó de su madre, quien para complacerse a sí misma
y al abuelo, había aprendido el toreo en Jerez con Pepe
Luis Bienvenida, el torero que la sedujo,
para luego casarse
con una cantante
francesa prefabricada, deseada
por doce
y medio millones de
zutanos efervescentes. Cualquier paisana se hubiera
engreído de ser
objeto amoroso del torero y rival de una dama de farándula, pero la
mamá de
Carlos Emiliano se sintió sumergida en el
más ofensivo anonimato, al
quedar relegada a los coros
como consecuencia del
Siii Miii
de la
francesita.
Recostado en la hamaca, Carlos Emiliano casi todas las
noches miraba revistas sobre el cuidado de los
animales. Como
para llevarlos sanos y salvos
a protagonizar su final: riña, corrida o cacería. Le gustaban las ediciones que tenían muchas fotografías y pocos letreros. “Si son de más de un párrafo, no me puedo concentrar”. Y aún así, en cierta ocasión
mientras cambiaba de página, se le alcanzó a volar la imaginación y vio a su mamá con las sandalias de Malena y a ésta diciéndole: “Tómese la sopa, mijo, que es de mucho alimento;
no me haga
sufrir”. Ofuscado con este
suflé de señoras, saltó dos o tres hojas y retomó el hilo de las
fotografías, pero
en una
propaganda de
galápagos anatómicos, volvió a traicionarlo su
mente y vio a
la rubia jinete de la promoción con la cara de
Malena, y al señor que señalaba las blandas propiedades
del avío con el índice enhiesto y sonrisa de
crema dental, idéntico al
hombre con
quien había visto
a su
mamá atravesando la calle
una tarde
de mayo, desde la ventanilla del bus
del colegio en segundo de primaria.
Oliva al recibirlo, le había dicho:
–Mamita está en el costurero
y hoy llegará tarde.
El había llorado y pataleado hasta quedarse dormido. Al
día siguiente, a la
hora del
desayuno, ya
mamá estaba sentada a
la mesa, con un
pañuelo amarrado como balaca de tenista, sujetando cuatro rodajas
de limón que creía efectivas contra el dolor
de cabeza; tomaba café retinto y no se le podía
hablar porque se mareaba. Alcanzó a agitar la mano para despedirlo cuando pitó el bus en la esquina. Esa tarde, de regreso del colegio, no quiso
mirar de
lleno el
lugar donde
los había
cruzado el día anterior. Se tapó los ojos con una mano y
miró por
el vértice: allá estaban poéticos y
felices. Y estos
avatares justo cuando
papá estaba comprando
reses en Montería. Se ahogaba con esa imagen y no tenía
ganas de decírselo a Oliva, advertido
como estaba por mamá: “Qué vicio tan feo andar contándole todo
a las
sirvientas”.
Al llegar había hecho las tareas con Oliva y no había llorado.
Fueron las primeras lágrimas represadas, que en “Mala Noche” empujaron
la compuerta y
rodaron volviendo transparente la
propaganda de galápagos.
La semana siguiente, “Giro” estaría recupe rado de
las puñaladas de la
última riña
y listo
para casar
la próxima. Quería volver con Malena... ¿pero cuánto hacía que no la llamaba?
¿qué habría de ella? Se acercó el lunes a la oficina
a calibrar el
ambiente; tomó
suficiente aire
para decir: “Hola, ¿qué tal?”;
la encontró más delgada y triste, pero
cálida y acogedora. Es
que Malena se alegraba de verlo, pero le dolía que pudiera
pasar tantos días
sin ella.
Ella, que había cronometrado horas y minutos
El viernes anterior, al despertar, había pensado que iban ya quince días sin noticia
alguna de su bello mestizo. La idea
del carro bajo el
camión había vuelto a
rastrillarle y
se había visto de
nuevo en
media autopista, como albóndiga de mirada fija, con
espiral de
gallinazos bajando enlutados a desayunar. De un solo bote había quedado
levantada. Ya con la cabeza
arriba, su nueva
perspectiva le había permitido llegar a
la ducha, echarse jabón
desodorante y meditar mientras hacía espuma: le
gustaba el fin de Emma Bovary o el de Ana Karenina, “Nada
se ha escrito de las que salen
de esta vida, solas, por causa
natural, y con los sobrinos haciendo
vaca para pagar
un entierro de segunda;
y menos de las abatidas en un asesinato colectivo, no en
un McDonalds de mano
de un
neurótico anónimo del
Vietnam, sino
en un
Kikirifrito de
manos de
un carterista popular de
Barrio Triste que quiere hacer una rápida recogida
de billeteras”. Se había enjuagado y frotado fuerte con la
toalla, para
luego dedicar más de
una hora
a arreglarse con
esmero y obtener su consabido aspecto de
gringa en
safari. Después de tomar café, había
salido para
la oficina.
A los trancazos, había recorrido la tediosa rutina del
día. A
la hora
de salida, en la
portería, se
había cruzado con alguno deseoso
de tomarse un
trago. Se
reconocían desde
lejos, miembros de una
cofradía que
tras empujarse el tercero, gritaban que
la vida
era una
mierda.
Había rendido hasta quedarse dormida
con otro más
de los
seducidos por
su aparente fragilidad, como siempre,
con el que no era, aunque todos se parecían entre sí: versiones
efímeras de su
padre. A
las cinco
de la
mañana del
sábado, el
dolor, como una
mano áspera que atenazara justo arriba de la
nuca, la
había obligado a balbucear la receta del brebaje de rescate, que su
co-catrero, enviado de un codazo,
había preparado sonámbulo, y en vista de la persistente falta de azúcar, endulzado
con un poco de mermelada de ochuva, raspada del fondo del
frasco con
una cuchara sin lavar. Con el
brebaje, había
tomado dos
aspirinas de
500 mgrs.
Profunda, huyó
veloz de
Drácula, que
la perseguía vestido con
el pijama de su
padre, la
miraba con
la cara
de su
ex marido y la
llamaba con
la voz
de la
hermana San
Teófilo, prefecta de
disciplina del
antiguo colegio
“La
Inmaculada”. En su carrera llegó al borde del precipicio, por donde se lanzó ante la
inminencia
de la captura. Cayó entre
los filos de un
acantilado infinito. Tras intentar un
grito por
más de
diez mil
metros, salió, forzado, un
gruñido gutural audible para su vecino de turno, quien la había despertado conmovido.
Con este modo de dormir y despertar, era apenas lógico que Carlos Emiliano
la encontrara más delgada,
mejor dicho, la encontraba de puro milagro.
Volvieron por tercera vez a “Canaguay”, pero Malena, sabedora
ya de la angustia que le produciría el estilo desaparecedor de Carlos Emiliano,
observó todos
los movimientos y ademanes de él,
como si atendiera a la etapa
terminal de un moribundo. “Me miró, me trajo chicles,
permaneció treinta y cinco
minutos a mi lado, se
fue a conversar
con el
preparador porque éste le
insistió, y
desde allá me cuidaba. Regresó.
Puso su mano sobre la
mía al
darme el
aguardiente. Me
dijo que
nos quedáramos otro
rato cuando le propuse que nos
fuéramos... No debo olvidarlo”.
Visitaron la gallera una cuarta, una quinta y una sexta noche de miércoles. Y una cuarta,
una quinta y una
sexta mañana de jueves dieron vuelta a la
finca.
Contra todos los pronósticos, una ocasión fue diferente de las
otras. Malena dijo:
–Mañana no podré
ir a Mala Noche.
Al oírla, Carlos Emiliano
se atragantó con su cerveza, no habló más, y
fue a
llevarla de
inmediato... le
dio pañalitis.
De regreso a la finca, ya solo en el jeep, sintió un frío eléctrico que le invadía el aparato digestivo, haciéndole consciente de todas sus partes e intersticios,
tal como
aparecían en el libro
de Fisiología. Aunque no lo
recordó con
claridad, este
mismo frío le había helado el vientre,
en un anterior abandono de apariencia voluntaria: al entrar por última vez al
cuarto de
su mamá.
Eran las
once de
la mañana de un cuatro de noviembre, cuando al llegar a casa, después del
examen final de Anatomía, había visto un
tumulto en
la puerta y había
oído desde
la esquina los bufidos de Oliva. Aterrado, se
había acercado corriendo. Nadie lo observaba, y por eso no hubo quien le impidiera
ver el cuerpo de su madre, bocabajo, sobre
la cama,
con la
punta de los dedos de la mano derecha rozando
el tapete al lado del revólver. Un hilo de sangre corría imperceptible desde
la comisura izquierda y una mancha azulosa de
pólvora, le
sombreaba la
zona del ojo. Ya habían avisado
a su padre a Montería.
No pudo llorar, y en cambio,
vomitó toda la flora intestinal. Lo siguiente fue prosa, y la
humanidad entera señalando con
dedo enhiesto de propaganda de galápago. De
frente gimiendo: ”Qué tragedia absurda, lo
lamentamos”; y de espaldas, murmurando: “Con razón, niña,
con ese
montón de
enredos que
tenía...”.
“¿Por qué? ¿Por qué? “ Seguía preguntándose nueve años después,
Carlos Emiliano. “...¡Mujeres! ¡Mujeres!...nunca las entiendo, ¿quién las entiende?”. Se
quedó encerrado en “Mala Noche” trece días consecutivos.
Malena persistía en su fatigante foro interior: que por
qué no
volvería a
hablar después de que
le dije
que mañana no iría
a la
finca. Que
por qué
no terminaría de tomarse la cerveza. Que no
podía ser
por ella, que ella
no le
importaba tanto. Que si
tendría un enredo
con otra vieja.
Que por qué la hacía sufrir. Que qué quería
de ella; que si volvería.
Que... que. A ese tenor, su interés por la vida, burbujeaba el penúltimo glú-glú en
la ciénaga de la
desesperanza.
Fueron por última vez a “Canaguay”, el segundo miércoles de diciembre. Carlos Emiliano le comunicó acerca de su
viaje a España el siguiente siete de enero, del que regresaría a final de septiembre.
–Pasaré a despedirme– le dijo.
Pero no pasó.
La despedida de esa noche
fue el adiós. Un primer y último
abrazo de destemplado final, logrado por Malena después de innumerables mensajes de rodilla y muslo, cruzados
en la estrecha gradería de la gallera. Al llegar a la puerta de su
apartamento, había doblado
la pierna como para jugar patasola,
había cruzado los brazos por detrás y había hecho una prominente
“O” con los labios. Carlos Emiliano
respondió empujando con los riñones contra el
peto como
los bravos, pero salió
suelto de
varas como
los mansos.
En los nueve
meses de soledad
y silencio, Malena buscó la
paz de
su alma, no en
el aroma de mirtos que emana la piel de las pálidas
Nereidas, habitantes
de la confluencia del arco iris con
el mar
azul. No. Para no errar
el hallazgo, la buscó en el aguardiente con soda del grill Pakistán
en la 45A con la 17. Allá creía perder la cuenta de días y noches.
El segundo miércoles de octubre, Carlos Emiliano descargó su maleta, se bañó,
llegó hasta
la oficina e inquirió:
–¿Y Malena?
–¿No sabe? –le respondieron–. Fue el domingo pasado, el siete. Un accidente horrible en la autopista. El
carro quedó bajo un
camión de
ganado.
Salió aturdido. Con paso atolondrado llegó al baño.
Esta vez
no vomitó, en cambio, pudo llorar a sus anchas.
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