VESTIDO DE QUINCE cuento de Judith López Estrada

 


 

VESTIDO DE QUINCE


Judith López Estrada

 

(Propongo este cuento para el blog, narración que obtuvo la ÚNICA MENCIÓN DE HONOR, creada sobre la marcha, en el Primer Concurso Literario convocado por el periódico EL MUNDo en 1996.

El ganador fue Elkin Obregón, recientemente fallecido, el Segundo Premio fue para Jaime Espinel, el nadaísta que también murió ya.

Me sentí entonces legítima sucesora al trono, pero el periódico El Mundo fue cerrado en el 2020...

Se trataba de un cuento TAURINO. No existían los movimientos anti-corridas y se quedaba callada La Sociedad Protectora de Animales. En ese entonces no era políticamente incorrecto, nada qué hacer, era lo que había.  Ahí les dejo...J.L.E)

 

 

  En las afueras de la plaza de toros, Julia ayuda a su padre a llenar con manzanilla y limón las botas de los aficionados, mientras ajusta con su mano izquierda el clavel con que adorna su cabello oscuro y, de vez en cuando, seca las gotas que salpican sus pies descalzos.

 Al padre sólo le interesa el dinerito de la venta, las propinas y, sobre todo, regañarla creyendo quedar bien ante su clientela. Ella sueña con la fiesta: han entrado la banda de música, los caballos y las damas vestidas de vitrina, oliendo a cielo, que en nada se parecen a sus maestras del Liceo; exprime los limones, pasa el embudo para llenar las botas y observa las uñas negras del padre, las manos callosas y, levantando la mirada, la barriga flácida y el cabello grasoso.

 Es la tercera tarde de la feria anual y está decidida a entrar. La seduce la música que escucha: “...Silverio Pérez, amante del redondel, tormento de las mujeres... “ ¿el redondel? ¿tormento de las mujeres?

 Sólo ha visto los carteles: promesas de arena y sol, hombres trajeados de toreros y reses agresivas con banderillas de colores.

 La venta ha terminado.

 Ya van a cerrar las puertas de la plaza; está concluyendo el canto de apertura. El último en ingresar es un mozo de espadas, retrasado; de su mano derecha pende la capa fucsia doblada a lo largo, de cuya parte inferior, sin que él se percate, emergen dos pies morenos, femeninos, de paso rápido, que sólo ven el interior amarillo del capote, con un pequeño nombre enlutado: “Juanillo”.

 Ya en el callejón, Julia queda al descubierto pero a nadie le interesa; hay mucho movimiento, ha terminado el paseíllo. Sacude su cabello, ajusta el clavel, se empina y, cuando por fin logra asomarse por encima de las tablas que circundan el ruedo, ahí, justo frente a ella, muy cerca a sus ojos, la deslumbra un perfil claro con sombrero plano ajustado sobre la frente, ojos de jugo de limón fijos en la puerta de toriles y, apretado entre los dientes, el borde superior del capote fucsia y amarillo. Esta imagen, le roba un poco el aire. O, tal vez, es por esa posición tan incómoda.

 Caen las primeras gotas de lluvia, golpean duro. Nadie le ha creído al sol del cartel, pues casi al unísono se abren las sombrillas.

 Julia ha resuelto no empinarse más; su palco queda conformado por la angosta rendija que deja una tabla desastillada. Sólo ve las zapatillas y las piernas, parte de las caderas y de la cintura. Sí, así quiere tener sus caderas y su cintura para el próximo año, cuando cumpla los quince . Y también quiere unas zapatillas de ésas: son casi iguales a las de las bailarinas recortadas de revistas que adornan la pared de la legumbrería, así, de textura suave y moño de raso.

 Se embelesa: el torero pisa firme. Tiene los pies juntos, luego separa el derecho, así los deja largos segundos. Tal vez es una bailarina. Salta en ambas puntas; así quiere saltar ella, así debe danzar la mujer de la revista. Las medias son rosadas y tienen un bordadito lateral, se pegan muy bien a la pierna. Un flequillo dorado cae del borde del pantalón blanco que cubre justo la rodilla, muy ceñido y rebordado en oro. Así sueña su traje de cumpleaños, igual de apretado, con flequillo dorado en los bordes, y medias rosadas; ella misma puede coserlas, es buena para eso, no para agitar la manzanilla y el jugo de limón. No le gusta ese trabajo, le gusta la feria.

 Sigue lloviznando. La arena se ha tragado toda el agua, aunque a los pies de Julia ha empezado a  encharcarse.  No  importa,  todavía  puede deleitarse con esa retaguardia redondeada, tal como la receta “Sé muy Bella”, el programa de la cadena nacional los sábados a las once, que incluye una clase de ejercicios para lograrla, “realizándolos con mucha disciplina, todas podréis conseguirla”, asegura la directora; sólo que a Julia le queda un poco incómodo porque en su cuarto no hay más de treinta centímetros libres entre cama y puerta. Escucha el programa; no practica la calistenia, pero estará atenta para hacerlo después, si quiere tener las caderas así suavemente ensanchadas, rematando las piernas, tan ceñidas con ese traje que será igual al de su cumpleaños.

 Se le entumecen los dedos de los pies, pero con otro esfuerzo, ve la cinta negra, va más arriba de la cintura leve, ¡qué frágil!. El próximo sábado sí efectuará las prácticas, aunque le toque subirse a la cama, será una sesión para afinar la cintura. Es maravilloso ese lugar que ha conseguido en la plaza. Tal vez no hay otro mejor, no alcanza a verse todo, pero sí muy cercano y detallado. Quién sabe si desde los tendidos se apreciarán las cornamentas agudas bordadas en el pantalón y las ligeras espadas en las medias.

 La lluvia torrencial inunda el ruedo.

 Han encendido las luces de la plaza. Brillan los canutillos del pantalón, encandilan. Es difícil tenerse bien. El torero ha lanzado las zapatillas al callejón. Julia atrapa una; la aprieta bajo el brazo izquierdo sin retirarse de su palco, sin espabilar; él asienta el pie con fuerza en la arena, primero la punta, luego el talón, y al virar, se enfatizan los músculos de las piernas. Ella no alcanza a respirar muy bien, brilla mucho el traje, se le humedecen los ojos al ver el nuevo giro que lo deja de frente, así Julia no puede respirar nada del todo. Sí, de frente: el vientre plano y el morrillo abultado hacia la izquierda y rellenísimo. Él no tiene zapatillas, ella no tiene aire. El corazón le ha quedado aurículas abajo, late a saltos. El se acerca lento y por fortuna se cubre con la muleta, “citando de frente”, pero no a Julia que aprovecha para desahogarse y evitar que la saquen de allí desmadejada.

 La música ha cesado, silencio en los tendidos. Julia contempla los pies juntos del hombre que se empina, se asienta, de nuevo se empina, vuelve a posarse, rota sobre ambos, flexiona el izquierdo y, con mano tensa, levanta la espada y avanza echándose sobre el toro. Se escucha un sonido de seda rasgada, cadencia que va del tímpano al meollo y de pasada hiela el miocardio. Sí, sí, y sí, ésa seguirá siendo la ubicación de Julia en la plaza.

 Se  inicia  un  aplauso  general  que  es interrumpido por un Aaaaayyy!!!: el artista estrujado cae extendido bajo el animal; la joven observa esa mano enorme, vigorosa y pulcra, abriéndose lentamente, soltando la muleta, que recibe un ramo de claveles al desplegarse en la arena.

 Lo  levantan  en  vilo  y  corren  para  la enfermería. Lleva el pantalón desgarrado y empapado de rojo. En la capa del mozo que le sigue, Julia lee: “Juanillo”. Impulso suficiente para despegarse de las tablas y volar a ocultarse en un rincón de la enfermería. Dos minutos más tarde, la taleguilla tibia, húmeda y rota aterriza allí mismo. ¡Su vestido de quince! La enrolla bajo su brazo sin soltar la zapatilla, y huye despavorida por la puerta que han abierto para la ambulancia.

 

 

 

 

 


 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 



 

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