Sobras Nucleares Cuento de Beatriz Villegas
En el hotel español en La Habana hay un barman que se esmera en su tarea y me prepara mojitos de colores, que va designando según las horas del día; el del amanecer es claro, con un amarillo tímido, el mojito del mediodía es rojo brillante y en el atardecer, los violetas y naranjas se mezclan en el vaso. Mientras trabaja, conversamos de su vida en la isla, de su trabajo y sobre todo de sus hijos. Pregunta con curiosidad; en su actitud hay algo que intenta palpar el mundo de afuera con mis palabras y yo quiero hurgar su mundo desde mis oídos. Me invita a visitar a su familia después de que yo enviara en un gesto de solidaridad unos chocolates para sus niños. En esto no hay nada de extraordinario, pero el hombre se conmueve y propone que vamos de paseo hasta su provincia. Aquel hombre, una mezcla racial española y caribe: ojos muy claros y piel morena, y buena contextura. Al principio de mi vacación lo vi detrás de su mostrador, permanecía callado, con una prudencia temerosa y de sumisión, su voz cálida, íntima, nada agresiva, buen lenguaje como corresponde a su formación profesional: ingeniero naval educado en Rusia, chelista de conservatorio y políglota.
Acordamos visitar su casa para conocer a los niños y a su mujer en la provincia de Granma hacia el oeste del país, no es sitio turístico, allí los ciudadanos viven entre el trabajo comunitario y la agricultura, sostenidos por madre Revolución y papá Fidel, pero no se habla con rencor, solo con resignación, cada vecino es escudero de su milagro de sobrevivencia. Los sucesos inusitados obligan a la reseña de la presencia de personas ajenas a su entorno; se obliga a su divulgación y todos son informantes para preservación de su pequeño prodigio.
Por eso mi presencia es la curiosidad de los parroquianos y su escrutinio velado me hace sentir incómoda.
Dejamos la estación de autobuses sucia y pobre, y nos dirigimos a una zona de casas de madera que alguna vez gozaron de un color en sus paredes y los herrajes de las puertas y ventanas no tuvieron óxido. Se percibe el calor insoportable del verano que es cálido y lluvioso, aquí en el entorno tropical de las plantaciones alrededor de las casas veo plátanos y caña dispuestos en hilas refinadas, las palmas reales regadas por todas par tes como mujeres embarazadas con su vientre abultado y su follaje en pequeños océanos verdes por doquier.
Me llama la atención un vallado de madera despulida rematada en alambradas en redondo, como una amonestación velada y arrogante que pasa desapercibida para sus vecinos habituales, pero a mí me parece que se esconde algo siniestro detrás de esa fortaleza burda e hiriente.
Pregunto qué hay detrás y el barman muy serio, evade con una respuesta
—Unos terrenos del gobierno —dice.
Continuamos bordeando la propiedad y alcanzo a ver una construcción con aspecto de sanatorio o quizás de manicomio o hasta de cárcel, me distraigo y observo a través del seto. Unas figuras asomadas a las ventanas que nos siguen con los movimientos de cabeza, avisto con insistencia; el hombre me hala de la mano y comienza a hacer bromas en tono nervioso que más tarde supe interpretar.
Conozco su casa: modestísima, el piso de baldosa antigua, limpia y casi honorable en su desgaste. Sus hijos bellos y refinados en sus modales, a pesar de la pobreza, se respira un aire de superioridad y decoro.
Los chicos me entretienen mientras tocan perfectamente
el violín y la f lauta, leen en sus partituras ajadas que colocan en el
respaldo de una silla despulida y avejentada por el uso. Su mujer se comporta
dulce, con un dejo costero y entusiasta en su voz, no da mínima seña de celos o
de inquietud por mi presencia, recibe unos chocolates y algunas cosas de
maquillaje con alegría pueril. Los chicos siguen tocando mientras la mujer
destapa los regalos tan inusuales por aquellas veredas lejanas, las manos nerviosas
y muy delgadas destapan un per fume; se mira coqueta en el espejo de los polvos
faciales, alisa el paquete y vuelve a guardar los obsequios ultramarinos. Los
niños se desconcentran hasta el punto de que yo interrumpo y les permito una
licencia para atacar los comestibles que nunca habían probado hasta hoy.
Es hora de cenar y me apena tomar una porción de su comida tan exigua, pero insisten en que reciba y lo hago con la misma cordialidad con la que me ofrecen una sopa de lejano sabor a maíz, con unas tortas de harina y pequeños fríjoles negros; luego tomamos una bebida aromática que no conozco, pero me sabe a los jazmines que vi en el diminuto jardín de la entrada.
Al caer la tarde, voy a dar un paseo con los niños, quiero saber más de la casa grande de la vereda. Pregunto sin emoción:¿Qué hay del cerco hacia allá?
—Es la casa de los rusos.
—¿Cómo así? —indago.
—Los que enviaron de Ucrania Chernóbil porque están enfermos, por algo que explotó y les dañó el cuerpo. Nunca pueden salir, miran por las ventanas y salen a tomar el sol solo en la tarde, papá dice que están podridos por dentro.
Noto turbación en el niño mayor que intenta callar a su hermano.
—Recuerda que papá prohíbe hablar de eso.
—No importa, la señora es solo una turista y olvidará rápido.
Pasamos por el borde y en la semipenumbra de la tarde se ven unas luces mor tecinas que vienen del segundo piso que advierte la ruina. De la casa, sale un niño al por tal, tiene unos diez años, camina lento hacia el jardín, se cubre con una bufanda en pleno trópico; al vernos, sale en un intento de carrera hacia adentro. Una mujer da un alarido histérico y lo hala con brusquedad.
Volvemos a la casa no sin antes prometer a los niños que no hablaría del asunto con sus padres, que al vernos ponen una cara de circunstancia y mandan a los niños a la cama. Quedamos los tres adultos en un silencio pesado, me despido para irme a dormir.
A esta hora ya no es posible devolvernos hasta la ciudad pues el camino es largo y la guagua solo circula en las horas de sol porque se dañaron las farolas y no se consigue el repuesto. Me quedo a dormir en su casa y los chicos se privan de su cama para que yo esté cómoda.
Hay un solo
bombillo para las áreas comunes que llena de sombras la estancia pequeña que
hace de cuarto, el colchón es de paja dura y la madera se balancea y amenaza
ruina en la más mínima rotación de mi cuerpo.
La cobija delgada
huele a malva.
La almohada en
nudos recibe mi cabeza que
también está hecha un nudo. Afuera los grillos trabajan en su melodía. A través de un resquicio del seto alcanzo a
ver una familia en el corredor de la casa: madre pálida, padre gris y dos criaturas
enjutas y verdosas con la piel de camaleón, sus pelos ralos, sus figuras de
duende me dejaron pasmada.
En la mañana, temprano, salgo sola y camino hacia el sanatorio; a través de un resquicio del seto alcanzo a ver una familia en el corredor de la casa: madre pálida, padre gris y dos criaturas enjutas y verdosas con la piel de camaleón, sus pelos ralos, sus figuras de duende me dejaron pasmada. Me congela la sangre escuchar que hablaban en un dialecto ininteligible, son un trasplante, un cuerpo extraño en el trópico, desarraigados de su familia, su mundo y sus costumbres vienen a morir a América con el sol del que hay que ocultarse porque no los besa sino que los muerde. No hay vínculos con los niños en su misma vereda que corren, tocan música y van a la escuela, Sus padres van a morir en corto plazo; escondidos de todo pero no a salvo de la enfermedad y la muer te por radiación.
Introduzco mi cabeza literalmente en la cerca e intento una sonrisa de conmiseración que me sale como una mueca ridícula, muevo mi mano como un saludo y uno de los niños escupe el piso y lo pisotea con furia, sentí ese gesto para mí. Pasa un buen rato y veo a otras personas que se desplazan como fantasmas por el jardín y hacia las habitaciones oscuras. No parece haber lazos más que cada uno con los de su familia, no se hablan entre ellos. Es tan apocalíptico que me estremezco.
Siento un brazo fuer te en mi hombro. Un hombre delgado y moreno, desdentado, me invita a salir de allí sin preguntas, sin explicaciones, me veo al cabo de un rato sentada en la guagua de madera deshacer el camino a mi hotel de cinco estrellas.
El cielo de La Habana es un coctel rojizo que en la tarde
esconde un misterio, oculta una pregunta y una pena me embriaga como un mojito
vespertino de mi barman favorito.
Publicado originalmente en: VillegasB. (2018). Sobras Nucleares. Revista Universidad De Antioquia, (333). Recuperado a partir de https://revistas.udea.edu.co/index.php/revistaudea/article/view/336000
https://revistas.udea.edu.co/index.php/revistaudea/article/view/336000/20791599
Me gusta el tema, la problemática que enfrenta el cuento y el tono para contarlo con un lenguaje sencillo y refinado. El punto de vista desde donde lo cuenta y me hace sentirme en la Habana. La
ResponderEliminarsensibilidad de la autora se respira con cada párrafo.
Me siento privilegiada de leerlo con la voz de Beatriz Villegas en mi cabeza.